Un año más, Ana Rosa Durán nos obsequia con un cuento alusivo al Festival, este año con la tierra como temática principal, completando el ciclo de los cuatro elementos. Tras El tesoro más preciado: el agua (2017), El niño de aire (2018) y La hoguera mágica (2019), llega ahora La buena semilla (2020).

«Este cuento está escrito especialmente para el Festival Internacional del Cuento de Los Silos, que este año 2020 celebra su XXV edición. Para mí, como vecina de Los Silos, es un orgullo poder realizar mi humilde aportación al festival, colocando otro granito de arena en esta gran montaña construida durante todos estos años por tantas personas: director, colaboradores, contadores de cuentos venidos de tantos países, ilustradores, escritores…..

Pero, sin duda, para mí los grandes protagonistas son los niños y niñas que participan y disfrutan de este maravilloso festival. Para ellos y ellas va dedicado este cuento. Espero que les guste y que sientan ilusión por la lectura. Porque ese, sin duda, es mi objetivo. Muchas gracias».


La buena semilla

Había una vez un pequeño y humilde pueblo de campesinos. Allí vivía Gabriel con sus padres, sus hermanos y su abuela. Era un niño bueno y trabajador. A sus 12 años ya sabía lo duro que era el trabajo en el campo. Y compaginaba como podía la escuela y ayudar a sus padres en las tareas agrícolas. Su padre, desde muy pequeño, le había enseñado lo importante que era la tierra para su supervivencia, y que había que cuidarla para que les diese buenas cosechas. 

Él había heredado una parcela de tierra, de buena tierra, la cual dedicaba al cultivo de verduras, hortalizas y frutales. Cuando recolectaba sus cosechas, vendía sus productos en el pueblo. Tenía un pequeño y viejo furgón que cargaban con su mercancía para transportarla. Gabriel siempre que podía acompañaba a su padre. Y le encantaba escuchar cómo este anunciaba cantando sus productos.

—Hoy llevo tomates, calabazas, papas, pimientos… Anímense a comprar.

 Su padre le contaba a Gabriel lo agradecido que estaba de que su abuelo le hubiera dejado en herencia aquel terreno ya que, gracias a ello, podían tener su comida, y además vender buena parte de la cosecha.

—La tierra, hijo, es como nuestra madre, porque nos proporciona el alimento. Si la cuidas y atiendes con cariño, ella te da lo que necesitas para vivir.

Gabriel ayudaba todo lo que podía, sintiéndose —como era el hijo mayor— un tanto responsable de sus hermanos menores. Tenía tres: Pedro, Antonio y María.

Vivían en una casita modesta, donde tenían solo lo necesario, pues dependían todos del trabajo de su padre y las cosechas no siempre se daban bien. Pero eran muy felices.

Gabriel siempre estaba contento. Era un niño muy positivo y alegre. Y contagiaba su alegría a los demás.

Tenían también un gallinero al lado de su casa y una pocilga con los cerdos. A Gabriel le encantaban los animales y se encargaba todos los días de echarles la comida. También recogía en una cesta los huevos que ponían las gallinas. Se pasaba buenos ratos observándolos y les ponía nombres a todos ¡Qué divertido! La gallina Cata, el gallo Federico y el cerdito Pipo.

Su abuela Isa, con los huevos frescos hacía un delicioso bizcocho cuyo aroma le parecía a Gabriel el mejor de los perfumes. Él y sus hermanos esperaban pacientemente a que estuviese frío para coger un trozo. 

—Abuela, muchas gracias. Eres la mejor cocinera del mundo —le decía Gabriel.

—Anda zalamero —le decía con una gran sonrisa su abuela.

Y así transcurría la vida en aquel pueblecito. La mayoría de familias eran como las de Gabriel. Se dedicaban a las labores del campo o la ganadería. 

Su mejor amigo, Alonso, ayudaba a su padre en el pastoreo de las ovejas. A veces, Gabriel le acompañaba y ambos se lo pasaban muy bien viéndolas pastar en los prados. El padre de Alonso siempre iba guiando a sus ovejas para que ninguna se perdiese, y en esa tarea le ayudaba su fiel perro, un precioso pastor alemán. Mientras las ovejas pastaban, ellos se sentaban tranquilamente a charlar y jugar con Merlín, que así se llamaba el perro guardián.

El padre de su amigo sacaba de su morral unos bocadillos de delicioso queso hecho con la leche de sus ovejas. Qué ratos más agradables pasaban contando historias, chistes, anécdotas.

Se acercaba el invierno y este prometía ser muy duro, según los pronósticos de las personas mayores, que casi nunca se equivocaban. Lo cual significaría que nevaría mucho y las heladas estropearían buena parte de sus cosechas.

Los/as niños/as ya habían empezado a coger sus chaquetas y bufandas para ir a la escuela. 

Gabriel y sus hermanos salían de casa muy temprano todas las mañanas para ir al colegio. Siempre iban cantando alegres canciones infantiles que amenizaban el largo trayecto hasta llegar a la escuela.

Y tal y como vaticinaban los mayores del lugar, llegó el invierno con toda su crudeza, llovía con fuerza, las temperaturas bajaron muchísimo y empezó a nevar.

En casa tenían siempre encendida la chimenea y los niños ayudaban a su padre a colocar bien apilados los troncos de los árboles que utilizaban para ello.

Sus padres estaban muy preocupados, pues el invierno estaba siendo muy fuerte, y eso afectaría bastante a sus cultivos. Pero no podían hacer otra cosa que esperar y pasarlo de la mejor manera posible.

A los niños, en cambio, les encantaba que nevara. Se lo pasaban en grande haciendo bolas de nieve que se lanzaban unos a otros y construyendo muñecos. ¡Era tan divertido! Había días que no podían ir al colegio cuando el tiempo estaba peor. 

Así que pasaban muchos días en casa, al calor del fuego y en compañía de su familia. La abuela les contaba cuentos fantásticos que los niños escuchaban con mucha atención. El padre se entretenía fabricando objetos de madera para usar en casa y en el campo. Y la madre tejía gruesas chaquetas de lana para que los niños pudiesen abrigarse.

Y así, entre el frío, la lluvia, la nieve, los días en casa, los guisos ricos y calentitos que preparaba la madre, los cuentos de la abuela Isa y las historias que contaba su padre, pasó el invierno.

Y tímidamente hizo su aparición la primavera. Y efectivamente, tal como presagiaba su padre, el estado de los terrenos era lamentable. Y la cosecha estaba prácticamente perdida. Gabriel trataba de animar a su padre, pero este se mostraba muy apenado.

—Papá no te preocupes. Volveremos a plantar todo de nuevo y seguro que el año próximo será mejor.

—Si, hijo. Pero nos espera una época muy dura. Tú sabes que vivimos de nuestros cultivos. Y ahora no podré ni siquiera comprar nuevas semillas para sembrar.

—Todos ayudaremos —dijo Gabriel—, yo puedo buscar trabajo.

—Ni hablar. Ya ayudas bastante. Y no puedes faltar a la escuela.

—Lo haré en los ratos que tenga libres papá. Te prometo que no descuidaré mis tareas del colegio.

Y así fue como el pequeño empezó a trabajar para ayudar a sus padres. El padre de su amigo Alonso le dio empleo en su quesería. Gabriel tenía una vieja bicicleta y en ella, por las tardes, llevaba los quesos que tenían encargados. Ese era su trabajo, el reparto de los quesos a los vecinos.

Una mañana, mientras iba con sus hermanos a la escuela, al pasar delante de la iglesia, vieron a un mendigo sentado en las escalinatas pidiendo limosna. Y a unos chicos que iban también camino del colegio, burlándose cruelmente de él.

—Eh, tú, viejo: ponte a trabajar, así podrás ganar tu dinero —decía uno.

—Debería darte vergüenza, ahí sentado pidiendo. Si esperas que te dé algo, estás muy equivocado. Y sacando el bocadillo que llevaba en su mochila para el recreo, se lo enseñó al pobre señor, y le dijo: «Mira mi bocadillo, ¿te gusta? Pues es mío. Ja, ja, ja.

—Ja, ja, ja — se rió el otro niño.

Gabriel no podía soportar esta crueldad, y les dijo:

—Dejen al pobre señor en paz. ¿Es que no tienen corazón?

—¿Y a ti que te importa? —Le dijo uno de ellos.

—Claro que me importa. Este señor está pidiendo ayuda. Está pasando un mal momento. ¿Y ustedes encima se ríen?

—Venga vámonos, no hagamos caso de este tonto; ja, ja, ja.

Y se alejaron de allí como si nada.

Gabriel sacó de su mochila el trozo de bizcocho que llevaba para el recreo y se lo ofreció al mendigo.

—Señor, no tengo dinero para darle. Pero, por lo menos, podrá comer algo.

—Muchas gracias, muchacho. Pero no puedo aceptarlo, me estás dando a mí tu desayuno.

—Por favor —insistió Gabriel—. Yo ya tomé algo en casa antes de salir. No se preocupe.

—Gracias hijo —dijo el señor—, me has demostrado que tienes un gran corazón.

—Le gustará mucho. Mi abuela hace un bizcocho riquísimo.

—No lo pongo en duda. Muchas gracias.

—Que pase un buen día, señor.

Y los niños reanudaron su camino a la escuela. Pero el mendigo llamó de nuevo a Gabriel y este retrocedió unos pasos hasta llegar de nuevo junto a él.

—Yo también tengo algo para ti —le dijo mientras buscaba en el bolsillo de su viejo abrigo.

—No, no hace falta que me dé nada, señor. De verdad.

—Tienes un corazón enorme, Gabriel. Y eso merece un premio.

Gabriel lo miraba sorprendido. Parecía como si aquel pobre hombre lo conociera.

—Sé que tú y tu familia están pasando dificultades con sus cosechas, y que el invierno está siendo duro y lo han perdido casi todo. Y, aun así, me has ayudado a mí.

—¿Y cómo sabe usted eso, señor? No nos conocemos.

—Bueno, este es un pueblo pequeño, y uno se entera de todo. Toma, esto es para ti.

Y le dio al niño una bolsita, que este cogió agradecido.

—Esta bolsita contiene unas semillas. Son muy buenas, plántalas y te darán una buena cosecha. Te doy mi palabra.

—Se lo agradezco mucho, señor. Pero, ¿y usted? ¿Por qué no las planta y tendrá comida? Usted las necesita más.

—Porque son unas semillas especiales que yo debo regalar a una persona con un corazón de oro como el tuyo. Y créeme, muchacho, que eso no es fácil de encontrar: vas a la escuela, ayudas a tu familia, hasta trabajas por las tardes. Yo lo sé todo. ¿No te mereces tú un premio?

—No lo sé, señor. Yo solo intento ayudar a mi padre en lo que puedo; está muy triste por la pérdida de la cosecha de este año. 

—Lo sé, así que acepta las semillas. Verás qué bien se dará la próxima cosecha.

—Gracias, señor. Muchas gracias. Espero verle otra vez y contarle cómo ha ido todo.

—De acuerdo, nos veremos. Adiós, niños. Que les vaya bien en la escuela. No se entretengan más.

Gabriel en la escuela ese día estaba un poco distraído, pensaba en el mendigo y en su generosidad. Y de vez en cuando metía la mano en la mochila y tocaba la bolsita de las semillas para asegurarse que seguían en su sitio. Sentía que era como un tesoro que no podía perder.

Cuando llegó a casa, fue enseguida a contarle a su padre, que estaba en los terrenos, lo que había sucedido.

—Papá. Mira aquí está la bolsita con las semillas. ¿Qué te parecen?

—Gabriel, son unas semillas diferentes a las que he utilizado hasta ahora. Habrá que probar. Tenemos que acondicionar primero la tierra, prepararla bien, y luego plantaremos las semillas, a ver si son tan buenas como dice ese señor.

Y así lo hicieron. Durante unos días, su padre se dedicó a limpiar bien la tierra y a formar los surcos donde plantarían aquellas semillas distintas de las que solían usar. Eran de varios colores: rojizas, marrones, verdes, ocre, amarillas…

Durante el fin de semana, Gabriel y su padre se dedicaron a plantar con esmero las semillas, separándolas por colores. 

Cuando terminaron, se miraron uno al otro, como si estuvieran diciendo «¡suerte!»

—Bueno, hijo, ya hemos hecho nuestro trabajo. Ahora, a esperar. A finales de agosto o septiembre será el tiempo de la recogida. Ya veremos.

—Irá bien, papá. El señor me lo dijo tan seguro que confío en su palabra.

—Ojalá sea así.

Pasaron unos meses muy difíciles. Estaban escasos de todo en casa. Gracias a los cerdos y gallinas que les proporcionaban carne y huevos. Gabriel, de vez en cuando, llegaba a casa con un queso que le regalaba el padre de su amigo. Su madre iba a ayudar en la panadería y a cambio traía el pan a casa, mientras que su padre vendía algunas piezas de madera y aportaba algo a la familia. Y así fueron pasando ese tiempo en que no tenían sino lo justo para sobrevivir.

Gabriel se acordaba de aquel señor que le había regalado las semillas para cultivar. ¿Estaría bien? No le había vuelto a ver. Ojalá tuviese razón y tuvieran buenas cosechas este año. Realmente lo necesitaban.

Su padre ya estaba admirado por el aspecto de las pequeñas plantas que iban creciendo en sus tierras. Estaban muy sanas y fuertes. Las cuidaba con mimo y confiaba en que de verdad ese año tuvieran otra suerte.

Pasaba el tiempo y seguían creciendo las hermosas calabazas, los tomates, zanahorias, las doradas piñas de maíz, pimientos, habichuelas; los árboles frutales ya estaban cargados de fruta y las papas alcanzando su punto para recogerlas. La verdad que era un verdadero espectáculo contemplar sus terrenos. Sin duda alguna, las semillas que aquel buen hombre le había dado a Gabriel eran muy buenas.

Y llegó el momento de la recogida de la cosecha. Toda la familia estaba en el campo trabajando. Qué buenos y abundantes productos tenían ese año. Mejor que nunca. Trabajaron durante días para recolectar todo. Llevaban frutas y verduras en su furgón y lo iban almacenando en su granero, todo muy bien colocado. Cuando terminaron, observaron todo satisfechos. 

Luego, separarían todo lo que necesitaban para su propio consumo y el resto lo venderían como hacían siempre.

Gabriel guardó la bolsita de las semillas. Estaba vacía, pero le daba pena tirarla. Pensó que así tendría un recuerdo de aquel pobre mendigo.

Qué ganas tenía de verle de nuevo. Le diría lo agradecidos que estaban él y su familia por sus cosechas. Y le llevaría una caja llena de verdura y fruta para él. Ojalá le viese pronto.

Sin duda, les había hecho un gran regalo. Gracias a su generosidad, ahora había comida en casa y gracias a la venta de los productos tenían suficiente dinero para cubrir sus necesidades básicas. No podían estar más contentos.

Gabriel ya no necesitaba trabajar por las tardes, con lo que se podía dedicar solo a estudiar y jugar, como cualquier niño.

Un día, de camino a la escuela, Gabriel y sus hermanos se llevaron una grata sorpresa. Allí, en el mismo lugar donde lo vieron la otra vez, estaba el mendigo.

—Hola, señor. ¿Cómo está? Yo tenía muchas ganas de verle.

—Hola, Gabriel. Yo también me alegro mucho.

—Quería darle las gracias de parte de toda mi familia por las semillas que me regaló. Hemos tenido una muy buena cosecha, bueno, la mejor que podemos recordar. 

—Me alegro muchísimo. Es que esas semillas son especiales. 

—Ya lo creo —contestó el niño—. ¿Mañana estará usted aquí? Así mi padre podrá traer en su furgoneta una cesta con frutas y verduras  para usted.

—Muchas gracias, hijo. Eres un gran chaval. Y te lo agradezco de corazón, pero ya mañana no estaré por aquí. 

—¿No? —preguntó con expresión triste Gabriel.

—No, Gabriel, mi misión en este pueblo ha terminado.

—¿Misión? No le entiendo, señor.

—Bueno, yo tenía que premiar a alguien con gran corazón, y esa persona eres tú. Por eso te regalé mis semillas especiales.

—Y yo estoy muy agradecido, señor. Pero me da pena que no le volvamos a ver por aquí.

—Gracias. Pero yo tengo que seguir mi camino y continuar premiando a aquellas personas que lo merezcan.

—Lo comprendo. Está bien. Quiero que sepa que no le olvidaré.

—Yo tampoco a ti. Sigue siendo como tú eres, noble y generoso. No cambies nunca. Adiós, Gabriel.

—Adiós y muchas gracias —se despidió el niño.

Cuando llegó a casa después del colegio, Gabriel contó a su familia el encuentro que había tenido con aquel hombre tan generoso y cómo se habían despedido. Todos quedaron apenados por no haber podido agradecerle lo que había hecho por ellos.

Gabriel no dejaba de pensar en el pobre mendigo y en las palabras que le había dicho. Se fue a su habitación y abrió el cajón de su armario, donde tenía guardada la bolsita vacía. Y entonces sucedió algo realmente increíble: ¡la bolsita estaba repleta de semillas iguales a las que le había regalado la primera vez. El niño no salía de su asombro; se frotó los ojos una y otra vez, pensando que estaba soñando, pero ahí seguía la bolsa llena. 

Corrió a contarle a su familia lo que había ocurrido; era como un milagro, algo inexplicable. Todos/as quedaron maravillados/as ante aquel hecho. Y entendieron que aquel pobre mendigo no era una persona normal y corriente, era alguien muy especial, quizás un ser mágico, pero sin duda alguien con algún poder que no llegaban a comprender, y que se dedicaba a hacer el bien a las personas que, como él bien había dicho, lo mereciesen.

 Y así fue cómo, año tras año, siempre tenían las mejores cosechas y los productos de mejor calidad. Nunca se acababan aquellas semillas mágicas. Y los/as vecinos/as no se explicaban cómo el padre de Gabriel tenía tanta suerte con sus cultivos.

 Gracias al corazón bondadoso de Gabriel, fueron premiados por aquel ‘pobre mendigo’.

Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado, y yo espero con ilusión que a todos haya gustado.

Fin