Cuento escrito para el Festival Internacional del Cuento de Los Silos, que esta edición va dedicada a el agua.
Ana Rosa Durán Medina
Había una vez un pequeño pueblo casi escondido entre las montañas. Era un lugar precioso, rodeado de un frondoso bosque lleno de árboles donde cantaban alegres los pajarillos de vivos colores. Tenía también un pequeño riachuelo, donde disfrutaban los niños bañándose en verano. Sus habitantes eran personas sencillas, la mayoría campesinos, que cultivaban la tierra para poder vender sus productos y alimentar a sus familias. Todos los domingos, llevaban al mercadillo del pueblo, instalado en su bonita plaza, sus verduras y frutas a vender. Era, sin duda, un bello espectáculo donde se podían ver los puestos con sus productos muy bien colocados y escuchar las voces de los campesinos anunciando y ofreciendo a todos lo mejor de sus cosechas, mezcladas con los gritos de la chiquillería corriendo y alborotando por la plaza.
Entre todos los campesinos y agricultores había uno que destacaba especialmente. Se llamaba Mateo. ¿Y saben porque Mateo era muy querido y apreciado por todos sus vecinos? Yo se los diré: por su bondad y generosidad. Trabajaba muy duro, cultivando su tierra, soportando el sofocante calor en verano y el frío intenso del invierno. Pero hacía su trabajo con esmero, paciencia y dedicación. Se sentía orgulloso cuando su cosecha era buena y abundante. Y daba gracias por ello a la Naturaleza. Y cuando, por el contrario, la cosecha era mala, debido al mal tiempo o a la escasa lluvia, Mateo era paciente y pensaba: “la próxima seguro que será mejor”. Ese era su carácter: alegre y positivo.
Mateo tenía 33 años y vivía solo, pues sus padres habían fallecido cuando él era aún joven, y no tenía hermanos. Pero su casa nunca estaba vacía ni triste. Tenía vecinos y amigos que lo querían mucho e iban a visitarle con frecuencia. El se ponía muy contento y les invitaba a tomar un delicioso chocolate caliente con un trozo de bizcocho recién horneado.
Así que la vida en este apartado pueblecito transcurría en paz y armonía. Hasta que un día todo cambió. Uno de los campesinos, Pablo, ya muy mayor, murió. Su único hijo Juan, era un hombre muy ambicioso, que se había ido del pueblo hacía muchos años. Se había convertido en un rico empresario y sólo le importaba ganar dinero. Al fallecer su padre, Juan volvió al pueblo para hacerse cargo de su herencia: una bonita casa con su hermoso huerto. Y unas tierras donde su padre, cómo todos los vecinos, cultivaba sus verduras, hortalizas y frutas.
Juan quería vender inmediatamente la casa y las tierras heredadas de su padre y marcharse del pueblo con su dinero. No valoraba los bienes que a su padre tanto trabajo y sacrificio le habían costado. Ni el cariño con que su padre se los había dejado, con la esperanza de que Juan regresara de nuevo al pueblo y disfrutase cultivando aquellas tierras.
Pero el corazón de Juan se había endurecido y ya nada le importaba, salvo almacenar dinero y más dinero. Tenía la misma edad que Mateo, su amigo de la infancia. Juntos habían crecido, compartiendo juegos y estudiando en la escuela con Doña Marta, su maestra. Que distinto era todo entonces. Que felices y que bien lo habían pasado juntos. Lo compartían todo: juguetes, libros y a veces, hasta la merienda. Y en verano, iban a nadar al riachuelo con los otros chavales del pueblo. Pero esa época feliz de la infancia había quedado atrás. Juan ya no era el mismo. Desde que unos tíos suyos se lo habían llevado a la gran ciudad para que pudiera terminar sus estudios, todo cambió. Era muy inteligente y con una capacidad extraordinaria para los negocios, con lo cual se fue superando y enriqueciendo cada vez más. Y se volvió ambicioso y vanidoso. Se sentía superior a las gentes sencillas del pueblo, donde creció y vivió su bonita infancia.
Poco quedaba ya de aquel muchacho sencillo y bueno que ayudaba a su padre en las tareas del campo. Y que iba todos los domingos al mercadillo de la plaza, donde se juntaba con todos sus amigos.
Juan, una vez instalado en la casa de su padre, ahora suya, se fue a visitar a su amigo Mateo. Quería saludarle y contarle su intención de poner en venta sus propiedades e irse del pueblo para siempre.
Mateo le recibió con los brazos abiertos y su mejor sonrisa, que alegría volver a ver a su querido amigo Juan. Preparó su mesa, donde no faltó el delicioso pan recién salido del horno, un sabroso queso y una botella del buen vino del pueblo.
Pero después de escuchar a Juan, contándole sus logros en la gran ciudad y su intención de vender sus propiedades e irse cuanto antes del pueblo, Mateo comprobó con tristeza que su amigo ya no era el mismo. Cuanto había cambiado. Ya no era el mismo Juan que él conocía desde niño. Aquel chico sencillo, humilde y feliz con quien compartió tantos buenos momentos. Se había convertido en un hombre frío y calculador, al que sólo importaba el dinero y su nueva vida en la ciudad.
Mateo trató de convencerle de que no vendiese su casa y sus tierras, le recordó el sacrificio con que su padre había conseguido todo aquello y la ilusión que tenía de que su hijo lo heredase y continuara con su labor.
Pero Juan tenía otros planes, y por supuesto, poco le importaban los consejos de su amigo.
Así que colocó sendos carteles de “SE VENDE” en su casa y sus terrenos.
Al margen de todo esto, la vida continuaba en el pueblo, aunque sus vecinos y vecinas estaban muy preocupados. La escasez de lluvia hacía presagiar malas cosechas, y teniendo en cuenta que la agricultura constituía su principal medio de vida, era normal que todos/as estuviesen angustiados.
Los días pasaban y todo continuaba igual. La falta de agua se había convertido en un serio problema para la apacible vida de la gente del pueblo. La reseca tierra, ávida de lluvia, ofrecía una desoladora imagen, resultando imposible que crecieran las verduras, hortalizas y frutas plantadas por los agricultores. Los ganaderos tampoco lo tenían fácil, al no producir la tierra los pastos necesarios para alimentar a sus animales.
Los niños y niñas, que en la escuela tanto habían aprendido sobre la importancia del agua para la vida de las personas, animales y vegetación de nuestro planeta, estaban comprobando ahora de que manera su falta afectaba a todos.
Ante esta situación tan grave, el Sr. Alcalde del pueblo reunió a los vecinos y vecinas, para informarles sobre las medidas que desde el Ayuntamiento se habían decidido adoptar, para remediar un poco la escasez de agua. Todos tendrían que colaborar utilizando la menor cantidad de agua posible y trabajar en equipo para construir una gran balsa que recogiese el agua de la lluvia, y poder así tener una reserva para las épocas de sequía y evitar la situación en la que estaban ahora.
Gracias a que eran unos vecinos muy bien avenidos, se pusieron rápidamente manos a la obra. Todos usaban la menor cantidad de agua posible, y juntos, ayudando en lo que cada uno podía, empezarían a construir esa gran balsa que recogiese la mayor cantidad de agua de lluvia posible.
Mateo decidió hablar de nuevo con Juan y le rogó que se quedase un tiempo en el pueblo para colaborar con todos hasta resolver aquella difícil situación. Aunque éste se mostró reacio en un principio, pues deseaba marcharse de allí lo antes posible, al final accedió a quedarse el tiempo en que tardase en vender sus propiedades.
Así que unidos los dos amigos por las circunstancias, empezaron a trabajar junto al resto de los/as vecinos/as del pueblo, formando un gran equipo. Tenían que hacer un gran esfuerzo, pues aparte de continuar con sus labores cotidianas en el campo, en cuanto terminaban, tenían que unirse al grupo de trabajo para construir ese gran depósito que pudiese almacenar una enorme cantidad de agua.
Así que pasaban los días y los dos amigos empezaron a sentirse más unidos, trabajaban codo con codo en la construcción de aquélla enorme balsa para el agua y en los ratos de descanso, compartían bocadillo y conversación. Recordaban las anécdotas más divertidas de su niñez, las travesuras, las horas de colegio, los juegos en la plaza….y Mateo sintió que recuperaba a su amigo de nuevo.
Pasaba el tiempo y la obra avanzaba. Aquel equipo de vecinos/as era estupendo. Todos unidos trabajaban por la misma causa: conseguir en poco tiempo construir esa balsa que recogería una enorme cantidad de litros de agua de lluvia, la cual sería utilizada en las épocas de sequía, con lo cual solucionarían el gran problema en el que ahora se encontraban.
Juan estaba muy implicado en aquellas labores y se sentía feliz por haber recuperado su amistad con Mateo, tanto era así que se había olvidado casi de su intención de irse de allí lo antes posible. Así que cuando recibió la visita de unos señores interesados en comprar su casa y sus tierras, se sintió alegre y triste a la vez. Por primera vez en muchos años tenía dudas.
Si, Juan mantenía una lucha consigo mismo. En la ciudad, tenía una vida cómoda y rodeado de lujos, tenía a personas a su servicio, una gran casa, un buen coche, podía salir a teatros y conciertos, disfrutar de buenos restaurantes…en fin disponía de todo lo que una gran ciudad puede ofrecer. Pero también era cierto que se sentía solo. Y que había entrado en un círculo en que lo único “importante” era ganar cada vez más dinero.
En el pueblo, en cambio, la vida era sencilla, donde la gente tenía las cosas más necesarias: techo y comida. Se levantaban muy temprano, admirando las primeras luces del día, para comenzar su faena. Todo lo demás poco les importaba. Los agricultores eran felices cultivando sus terrenos, viendo como crecían sus verduras, hortalizas y frutas. Y como se doraba la uva hasta alcanzar su punto de madurez para hacer un buen vino. Los ganaderos, cuidando de sus animales, procurando ofrecerles los mejores pastos, para después obtener unos productos de primera calidad: carne, leche, queso, mantequilla. Casi todas las casas tenían su gallinero, así que recogían todas las mañanas huevos frescos. Todos esos productos, una vez separados los de su propio consumo, se vendían los domingos.
Y la vida transcurría así, tranquilamente, no carecían de las cosas básicas, y eso era suficiente para ellos/as. No necesitaban más. En cambio, eran ricos/as en otras cosas más importantes: todos se conocían, compartían su tiempo libre con agradables conversaciones, se unían para ayudarse unos a otros cuando era necesario, en fin que formaban una gran familia.
Juan tuvo tiempo suficiente para pararse a pensar en todo aquello. ¿Qué era más importante? ¿Qué le hacía más feliz?
Después de darle vueltas y más vueltas a todos los pensamientos que atormentaban su cabeza, habló con su amigo Mateo.
Le contó lo que le estaba sucediendo. Y que, por primera vez en su vida, no sabía realmente qué camino tomar.
Mateo, que quería tanto a su amigo, le dio un sabio consejo: que escuchase solamente a su corazón. Que el corazón nunca se equivoca, nos dice que es lo que más nos conviene y lo que verdaderamente deseamos.
Así que Juan habló con los interesados en adquirir sus propiedades y les pidió un tiempo para reflexionar sobre tal asunto.
Mientras, continuó con su trabajo y compartiendo momentos únicos con Mateo y la gente del pueblo. Volvía a ser y sentirse uno más en la plácida vida de aquel lugar. Recordaba con frecuencia a sus padres y al calor del hogar familiar, donde transcurrió su feliz infancia. Y valoró de verdad lo que su padre había luchado por darle lo mejor.
Una noche tuvo un sueño, en el cual su padre le decía lo orgulloso que estaba de él y le daba las gracias por volver al pueblo y ayudar a todos, formando parte de aquél equipo que trabajaba para construir la gran balsa de agua. Juan se despertó de golpe, sobresaltado pero seguro de la decisión que iba a tomar.
Que feliz se sintió cuando dio la noticia a Mateo: no vendería su casa y sus tierras. Al contrario, vendería las propiedades que tenía en la ciudad e invertiría ese dinero en el pueblo. Era muy buen empresario, así que ideas no le faltaban, sobre todo crearía algunos puestos de trabajo.
Mateo estaba muy contento. Juan volvía a ser Juan, el mismo de siempre. Todo el pueblo se alegró por la decisión del joven.
Los trabajos finalizaron. Parte del dinero de Juan ayudó a que todo fuese más rápido. Ya tenían un enorme depósito, con una gran capacidad de almacenamiento de agua.
El Alcalde reunió de nuevo a sus vecinos y vecinas para agradecerles todo el esfuerzo y sacrificio para conseguir aquello tan importante para todos. Y a continuación, les ofreció un banquete para celebrarlo. Qué felices estaban todos comiendo, bebiendo, riendo… hasta que oyeron algo que les interrumpió: empezaba a llover. Primero tímidamente y después con fuerza. No podían estar más alegres. Algunos, los más atrevidos, bailaban y saltaban bajo la lluvia. No les importaba mojarse. Era el mejor regalo que la naturaleza podía brindarles. Llovió a cántaros durante días, con lo cual el enorme depósito de agua estaba cada vez más lleno. Se habían solucionado todos sus problemas. Crecían fuertes y sanas las verduras y frutas. Y el ganado ya podía disfrutar pastando en los prados, la fresca hierba. Y en cada casa, ya había agua suficiente. No se podía pedir más.
Pero lo más importante de todo había sido comprobar que cuando la gente se une y lucha en equipo por las cosas, éstas al final se consiguen.
Y Juan aprendió la lección de su vida, que en lo más sencillo se encuentra la verdadera felicidad.
Y, por último, que hay que utilizar de forma responsable el agua, porque es el verdadero “oro líquido” para la vida de las personas, animales y plantas en nuestro planeta.
El agua está presente desde que nacemos hasta que nos vamos. Es nuestra compañera en este viaje maravilloso que se llama VIDA.
F I N