Un cuento escrito por Ana Rosa Durán Medina especialmente para el Festival Internacional del Cuento de Los Silos. Edición XXIII.

Pablo era un niño muy inquieto, listo, despabilado y un poco “trasto”. A sus 8 años tenía unas ocurrencias que dejaba asombrados a sus padres. A Pablo le costaba seguir las normas de casa y del colegio. Siempre quería salirse con la suya. La verdad es que traía “de cabeza” a sus papás.

Por las mañanas, como siempre, Marta la madre de Pablo, tenía que armarse de paciencia para que este desayunase y se preparase para el colegio. Protestaba por todo: para levantarse de la cama, para ducharse, vestirse o desayunar… En fin, que todos los días era un lío que este niño estuviese listo para irse al cole.

Un día, cuando por fin salían para el colegio, al entrar en el coche, Pablo le dijo a su madre:

– Mamá estoy cansado de hacer todos los días lo mismo: levantarme pronto cuando todavía tengo sueño, ir a la ducha, vestirme rápido, desayunar y ¡¡¡encima ir al cole!!! Me apetecería más quedarme en casa jugando.                 – Qué cosas tienes hijo. Si te quedases en casa te aburrirías solo y echarías de menos a tus compañeros. Además, no podemos hacer siempre lo que nos de la gana. Papá se levanta muy temprano para ir a su trabajo. Ahora, cuando tú te quedas en el cole, ya sabes que mamá tiene que ir al suyo. Y luego hay que hacer muchas cosas en casa. Así que ya sabes, todos tenemos obligaciones. ¿Lo entiendes?
– No. No lo entiendo. Es un rollo mami.
– Anda, anda. Al cole. Y no se hable más.

El día transcurrió con normalidad, cada uno con sus cosas, y cuando llegaron a casa, Pablo tenía que hacer la tarea del colegio. Como venía siendo habitual, protestaba por ello. Su padre, Jorge, cansado ya de esta situación y de los berrinches de su hijo, le habló muy enfadado.

– Pablo, ya está bien. Te estás portando muy mal. Y mamá y yo nos estamos cansando de tu actitud, así que deja de protestar y ponte a hacer tus deberes. Y no quiero oír nada más ¿De acuerdo?                                                                             – Yo también estoy cansado de que ustedes me estén siempre mandando. Y de que no pueda hacer las cosas que me gustan.
– ¿Pero será posible? Estoy muy enfadado Pablo. Y hoy, como castigo, te vas a la cama sin cenar.
– Pues no me importa.
– Pablo, no contestes a tu padre. – Le dijo su mamá.
– ¿Saben qué? Me gustaría convertirme en aire.
– ¿En aire? Dijo su padre. Pero qué cosas tiene este niño.
– Sí, en aire. Así podría volar muy, muy alto. Y no tendría que hacer nada: ni cole, ni tareas, ni comer lo que no me gusta, ni nada de nada.
– Qué ocurrencias tienes hijo. – le dijo su madre – ¿Y no nos echarías de menos?
– No. Yo estaría muy tranquilo flotando. Y vería todo desde arriba. Y cuando me enfadase por algo, soplaría fuerte. Y sería el viento. Qué divertido. Soplaría tanto que se caerían las hojas de los árboles. Me pasaría todo el rato jugando y como nadie podría verme, no sabrían dónde estoy y podría gastar bromas a la gente. Jajaja
– Pablo, la verdad es que imaginación no te falta hijo – dijo su madre.
– Pues ya lo saben: yo quiero convertirme en aire.
– Qué niño éste – contestó su padre. Anda ya a la cama.

Y Pablo se fue a su habitación protestando como siempre. Se acostó en su cama y se tapó con su colcha de Superman, su héroe favorito. Siempre le había admirado porque podía volar. Ojalá le pasara a él lo mismo.

De repente, Pablo se dio cuenta de que la ventana de su habitación estaba abierta. Y se levantó para cerrarla. Pero salió disparado como si fuera un cohete. Estaba en la calle y no podía pisar el suelo. ¿Qué estaba pasando? Pablo no entendía nada. Estaba volando. Oh que maravilla, pensó. Y quiso decir: lo he conseguido ¡hurra! Pero no podía hablar. Sólo le salía un silbido. Claro, ya no era un niño normal, de carne y hueso. Noooo. Ahora era un niño… de AIRE.

Estaba emocionado. Aunque lo de no poder hablar le fastidiaba un poco, lo demás era fascinante. A medida que iba cogiendo práctica, más alto subía. Era una sensación increíble. Qué bonito se veía todo desde lo alto. Las casas parecían de juguete, las personas eran como hormiguitas, y los coches ¡qué pequeñitos! Pablo estaba alucinando. Qué suerte había tenido. Ahora solo se dedicaría a jugar, a contemplarlo todo desde arriba, a volar constantemente de acá para allá, a tumbarse sobre las nubes… Se acabaron las normas, el colegio, las tareas, la ducha etc. etc.

Pasaban los días y Pablo continuaba disfrutando de su nueva vida. De vez en cuando, silbaba muy fuerte, y gastaba bromas a la gente. A un viejecito que paseaba tranquilamente le arrancó el sombrero que salió volando. El pobre señor corría desesperado para cogerlo. A otra señora que llevaba una bolsa con su compra, se le cayó ésta al suelo y se derramó todo en la acera. Y a un chico que iba con su bici, logró tirarlo al suelo. Sólo tenía que soplar muy fuerte y el viento hacía todo lo demás. Cómo se divertía con estas gamberradas.

Todo le parecía genial.

Pero fue pasando el tiempo, y el niño se iba cansando de estar siempre de un lado para otro. Cuando se acordaba de sus padres, miraba hacia abajo y podía ver su casa. Se dio cuenta de que ya tenía puesta la iluminación de Navidad. Se acercó más y pudo ver a su mamá a través de la ventana. Estaba colocando el árbol de Navidad. Pablo se sintió triste. Deseaba estar allí, con su madre, y ayudar en la decoración del árbol. Y luego comer galletas recién sacadas del horno.

Para no ponerse más triste, se alejó de allí y voló más alto. Se puso contento cuando pudo contemplar desde muy alto, su ciudad. Qué maravilla – pensó Pablo. Qué bonita toda iluminada con las luces de la Navidad.

También pudo ver a las personas como andaban por las calles y entraban en las tiendas, también veía a los padres y madres con sus hijos disfrutando del ambiente navideño, a la señora que asaba castañas en su puesto callejero y cuyo olorcillo era delicioso, y en su recorrido aéreo Pablo contempló el parque donde siempre le llevaban sus padres a jugar con los otros niños y niñas. Ahí su tristeza aumentó. Les vio pasárselo en grande con la nieve que había empezado a caer, hacían bolas y se las lanzaban unos a otros, como siempre había hecho él. Deseó muchísimo estar allí y jugar con ellos.

Pablo empezó a pensar que ser siempre AIRE no era tan divertido, que estaba bien para un ratito, pero para quedarse siempre flotando y volando por ahí arriba, no. No era eso lo que quería.

Estaba cansado y triste, y se tumbó sobre una nube, la cual al contemplar la tristeza de Pablo, porque la nube podía verle, era una nube mágica, se puso a llorar. Y sus lágrimas cayeron en forma de lluvia.

Pablo pudo ver cómo sus amigos corrían por el parque y se resguardaban de la lluvia, junto a sus padres. Se sintió tan solo. Echaba de menos a los suyos. Tenía ganas de verles y de hacer todas las cosas que hacían juntos. Se dio cuenta de que se había comportado muy mal con ellos, de su desobediencia, y de que no había valorado todas las cosas tan bonitas que tenía. Lloraba de nuevo el pobre Pablo pensando que nunca más volvería a ser un niño normal, como todos los demás y que nunca tendría a sus padres, y que nunca volvería a jugar con sus amigos. Y así, cansado y triste, se durmió sobre su amiga, la nube.

– Pablo – llamaba su madre.
– Hijo, venga, despierta ya, que es la hora. Y se hará tarde para ir al cole.

Pablo se despertó sobresaltado. No se lo podía creer. Todo había sido una pesadilla. Se frotaba los ojos una y otra vez. Menos mal que todo había sido un sueño.

– Voy mamá – respondió alegremente el niño – y salió corriendo de la cama y abrazó a su madre.
– Hijo, que bien que estés contento hoy, me alegro que te hayas levantado enseguida. Muy bien.
– Mamá, vete preparando el desayuno, que tengo mucha hambre.
– Claro, cariño. Contestó su mamá.

Pablo se duchó rápido, se puso la ropa, y ya estaba en la cocina desayunando el tazón de leche con cereales que le había puesto su mamá.

– Mamá, vamos ya, que no quiero llegar tarde al cole.
– Vamos hijo. Dijo su asombrada madre. No se podía creer lo bien que se estaba comportando Pablo.

Y así fue como, a partir de ese día, Pablo cambió su actitud. Ahora era un niño feliz. Había comprendido lo importante que es tener una familia, amigos, una casa, comida, ropa, juguetes, en fin todo lo necesario. Y también entendió que no se puede ser caprichoso ni podemos hacer siempre lo que nos dé la gana. Que hay que querer mucho a los padres y obedecer lo que ellos nos dicen. Porque ellos saben mejor que nadie, lo que nos conviene.

Pablo había aprendido una importantísima lección.

Y colorín colorado, con un soplito de aire, este cuento ha terminado.

F I N