Maria Kapitán, Ernesto Rodríguez Abad y Pedro Ángel Martín fueron los encargados de darle vida a las bibliotecas de los habitantes de los Silos.
Ernesto Rodríguez Abad, director del Festival Internacional del Cuento de Los Silos ha apostado en esta XXIII Edición por una nueva forma de contar. El silense ha utilizado una vez más todos los recursos que el pueblo ofrece para deleitar a los entusiastas que se acercan al festival. En esta ocasión las pequeñas bibliotecas de los habitantes de Los Silos se han convertido en pequeños auditorios, en ellas, María Kapitán, Pedro Ángel Martín y el propio Ernesto han amenizado la velada a tres reducidos grupos de apenas diez personas.
En torno a las ocho horas de la tarde, un pequeño grupo de aventureros se adentró por las callejuelas del municipio norteño en busca de más historias. Omaira fue la encarga de abrir las puertas de la primera biblioteca y de su hogar a siete visitantes deseosos de escuchar nuevos cuentos. El trayecto desde la Plaza de la Luz hasta la casa de la silense estuvo marcado por la expectación y la serenidad.
La puerta principal, por la que fueron entrando cada uno de los huéspedes, conectaba con una rústica sala presidida por una biblioteca que aguardaba ante la atenta mirada de los presentes. El palmero Pedro Ángel Martín ya esperaba a los invitados, que tomaron asiento después de acceder al inmueble. La propietaria del domicilio vigilaba calmada la entrada y ofreció al comienzo de la jornada unos bombones.
El ambiente navideño, que dominaba la escena, se fundió con las historias que Martín tenía preparadas para la velada. La estampa, que denotaba cercanía y calidez, comenzó con un intento del narrador por responder a una pregunta: “¿Qué es un poema?”. Martín, en su interacción con los asistentes, aseguró que esta fue una de las cuestiones más difíciles a las que se ha tenido que enfrentar.
Para despejar esta incógnita el orador contó la historia de Adrián, un niño que tenía un pez que estaba un tanto triste. La madre del crío le había advertido que lo que su pez León necesitaba era escuchar un poema. En ese momento Adrián comenzó a buscar repuestas y, entre las más sabias, encontró una que afirmaba que “un poema da la vuelta a las palabras y te cambia la vida”. León, recuperado gracias a la ayuda del pequeño, gritó fascinado: “Adrián, yo también soy poeta”. El niño entusiasmado ante la noticia pidió a su mascota que le recitara algo y él feliz le contestó: “No puedo, mi mejor poema es el silencio”.
Martín continuó el recorrido literario con otras historias que hacían alusión a su vida. El palmero aseguró que su primer amor olía a galletas rosadas. Expresó, con algo de añoranza, que compartía un paquete de esos dulces con una niña del colegio de enfrente. La chiquilla al estudiar en una escuela de monjas tenía prohibida la salida, por ello cada mañana se citaban en un muro y compartían las galletas entre la pared que los separaba.
La niña le regalaba al narrador una piedra de color azul todos los días a cambio de un beso y con el paso del tiempo los amigos de este comenzaron a asegurar que ella era estúpida obsequiarlo siempre con el mismo objeto. Un día, por influencia de estos amigos, él le dijo a ella que era estúpida y nunca más volvieron a verse. Hace poco tiempo, según contó el narrador, se reencontraron por casualidad en un bar de la Calle Heraclio Sánchez del casco antiguo lagunero. En este momento, Martín no quiso perder la oportunidad y preguntó a su primer amor por qué le obsequiaba siempre con piedras azules. Ella, al escucharlo, contestó que eran boberías de niña: “Solo quería regalarte el cielo a pedacitos”.
Hasta finalizar el encuentro otras historias se adentraron en la mente de los visitantes de la casa de Omaira. Martín continuó sugiriendo historias de amor, desamor, pasión y también de La Laguna. Las palabras que brotaban de su boca fueron cautivando a los oyentes hasta que el reloj marcó la hora de partir. Uno a uno fueron abandonando el inmueble ante la atenta mirada de Omaira y de su preciada librería.
La noche cayó y la segunda biblioteca que albergó cuentos fue la del director del festival, Ernesto Rodríguez Abad. Unos cuantos nos colamos escaleras arriba por un hogar que huele a hojas y tinta, y tras las escaleras, más arriba, esperaba el anfitrión. Sentados alrededor de la caja de la escalera en forma de caracol, escucharon los presentes la voz del narrador, grave y suave, que hechizó con sus palabras.
Un poema de Rubén Darío abrió el apetito al público. ¿Qué quieren? ¿Cuentos, poemas, ilustraciones?, improvisó Abad sobre la marcha como buen maestro de ceremonias. Comenzó mostrando orgulloso la pulcritud y la belleza de los libros ilustrados que posee, dejó que los tocasen y, entre ellos, eligió el de la historia de los amantes mariposa, una antigua leyenda japonesa que cuenta el romance de dos jóvenes enamorados que caen en desgracia. Al término nos trasladó a ‘Plenilunio’, una obra francesa de Antoine Guilloppé que dibuja a los animales de la noche y al incesante ruido del viento entre las copas de los árboles. La intimidad que despertaba el hogar fue compartida por los allegados, gente del pueblo que se conoce, lo que propició que se oyesen risas, suspiros de asombro, incluso la emoción contenida ante relatos tan hermosos como el de ‘Siempre te querré’ de Robert Munsch e ilustrado por Noemí Villamuza, la autora del cartel de la presente edición.
Por último, antes de despedirnos de Ernesto y de su colección de pequeñas joyas literarias, contó una anécdota: ‘El árbol rojo’ de Shaun Tan. Se trata de un cuento que una vez le regaló a un amigo maestro y que narra cómo hasta en los momentos más difíciles una hoja escarlata de esperanza se puede encontrar. El profesor se lo daba a leer todas las mañanas a una niña triste de nueve años y ella al cambiar de curso le pidió que se lo dejara, pues su nuevo tutor no lo tenía. Ahí es donde está la literatura, dijo Ernesto, en la necesidad de encontrarnos, de darnos las respuestas que andábamos buscando.
Juan José Ramos Melo abrió las puertas de su casa a los espectadores más curiosos de Los Silos. Alrededor de diez personas se sentaron en torno a la gran biblioteca de aves, fauna marina y naturaleza que custodiaba el dueño desde la puerta. En ese momento entró María Kapitán para timonear la velada, que comenzó con una breve presentación de sus participantes. Una vez estaban todos dio comienzo la primera de las historias, una anécdota muy peculiar.
Cuando María era pequeña le encantaba escuchar viejas historias y relatos por lo que un día le pidió a su abuelo que le contase una historia. El anciano respondió: “qué voy a contarte si no tengo ninguna historia digna de narrar, no he viajado, no he hecho nada sorprendente en mi vida, no tengo nada que decir”. Tras insistir la pequeña, el abuelo comenzó a contarle que su vida había pasado mientras miraba por la ventana de su casa y que para él eso era toda una gran historia. “Por la ventana pasaba mucha gente pero siempre me había fijado en una niña que de mala gana iba a clase cada mañana”.
Día tras día le gritaba guapa desde la ventana, a lo que la niña respondía acercándose y pegando su cara a la ventana para enseñarle la lengua. Cuenta su abuelo que un día la niña enfermó y que por la ventana vio como en una pequeña caja con un pequeño cristal se la llevaban para enterrarla. Por aquel pequeño agujero la niña pegaba su cara como tiempo atrás había hecho en su ventana. Al terminar la historia el público entristeció y el silencio se apoderó de la habitación, pero una polifacética Kapitán comenzó a hacer reír al público de nuevo, dando pie a una nueva historia, esta vez algo más divertida.
La segunda narración se centró en el amor, la esperanza y la casualidad. Su protagonista, María, quien esta vez aseguraba no era ella, había buscado el amor infinidad de veces topándose siempre con la misma piedra y el mismo nombre, José. Un día, mientras intentaba cautivar a un nuevo pretendiente que por fin no se llamaba José, perdió la esperanza. Al irla a buscar a objetos perdidos no la encontró, pero se la canjearon por una tarde perdida en el parque con un paquete de pipas. María aprovechó la ocasión para invitar al funcionario a compartir aquella tarde y cuando éste le dijo que sí, descubrió que la esperanza se encontraba en aquel paquete de pipas una tarde cualquiera perdida por el parque.
Como colofón final Kapitán ejecutó una historia que no dejó indiferente a nadie. Mediante los diferentes tipos de puntos y líneas que existen: punto y coma, punto y seguido, línea recta, línea curva… contó una bonita historia de amor y lujuria tan solo utilizando metáforas. Al acabar, el público aplaudió esperando un nuevo cuento, deseando que la capitana de la biblioteca continuase poniendo puntos hasta el infinito. La narradora esta vez indicó que había llegado el final, y con un sorprendente cumpleaños feliz a uno de los que allí se encontraban despidió a los asistentes, invitando con puntos suspensivos al público a volverse a ver en otro rincón del Festival del Cuento de Los Silos.